jueves, 30 de octubre de 2008

EL FOLLETIN DEL MOLINO DE LA LUZ... VIEJA

Cuando los azules funcionarios de la corporación tuvieron conocimiento de que los mozos más rebeldes de la plataforma subversiva en defensa de la luz vieja habían editado un folletín, advirtieron a la población de las graves consecuencias que aquello tendría para la tranquilidad del municipio. La situación política estaba deteriorada por los altercados de las gallinas. Las aves de corral tenían un extraño comportamiento desde que se inauguró el alumbrado público, los vecinos lo justificaron ante el gobernador en una de sus visitas. - Con tanta claridad los animales no distinguen el día de la noche, no hay manera de encararlas hacia el corral al oscurecer-. Aquellos jóvenes eran unos degenerados, que poca decencia, editar un folletín para tratar de preservar los últimos latidos de la luz vieja. El viejo molino, la fábrica de la luz, era un lugar misterioso, en declive, de donde salía un grave rugido en forma de lamento producido por unas grandes turbinas grasientas. El agua bajaba por un tubo donde los mozos prematuros se deslizaban poniendo en grave aprieto sus partes más nobles. Por la entrada de atrás del molino, donde estaban las maquinarias ensobinadas que producían la luz, brotaban en primavera deliciosas fresas silvestres que Miguel Olivares guardaba con esmero para el cabo Fernando Severo, al que gustaba degustarlas con monotonía acompañadas de unas gotas de aguardiente carrasqueño, un manjar tradicional del que hacía todo un rito. el cabo conocía muchas frutas exóticas y varias mezclas, algunas como las fresas remojadas son todavia recetas endémicas. En los días más crudos del invierno, cortos y escarchados, el sosiego se respira en estas tirras sobrias donde el transcurrir del tiempo no desprende nada nuevo, nada que no esté impuesto por los avatares de la climatología, tan loca como siempre. La luz vieja era tenue, se intuía en la lejanía, desprendía leves destellos anaranjados que se difuminaban envueltos por la oscuridad. La luz vieja pintaba las nevadas de amarillo y adornaba las callejuelas con su permanente parpadeo. El agua llegaba por una gran acequia, bajo los nogales que la bordean se mitificaron deslices obscenos de solteronas y pastores que, según cuentan, poseían a las cabras en celo las noches de luna llena. La influencia de la luna en la vida de aquel valle era un enigma que Severo estaba a punto de descubrir, la relación entre el mejunje de nuez y las tormentas de granizo, la existencia del hombre cabra que según la leyenda se aparecía en las noches de luna llena y tormenta en el cerro de las antenas. El agua corría fresca y clara, se precipitaba por el tubo de la luz vieja cubierto de hojas de nogal en otoño e invierno, las hojas impedían el paso fluido del agua. Al anochecer se acercaba Olivares, quitaba las hojas con un rastrillo y la luz subía. En las pocas casas del pueblo donde había televisor con pantalla abombada, en blanco y negro, cubierto con un tapete de ganchillo hecho con mucho capricho por la abuela en los atardeceres del verano, subia la luz y los plomos temblaban. Cuando la luz vieja subía era arriesgado, el padre era el único autorizado para la manipulación de los aparatos eléctricos, corria a darle al elevador para regular la gran potencia que entonces traía la electricidad. El cabeza de familia murmuraba entonces entre dientes - Está subiendo la luz, Olivetti le está dando al rastrillo - A Miguel Olivares los vecinos le llamaban burlones Olivetti por su presumido acento inglés y porque era de los pocos en el pueblo que sabían escribir a máquina. La luz vieja subia y bajaba al ritmo del rastrillo de Olivares. Además de controlar algo tan importante como la subida y bajada de la electricidad, Olivares acudía por la noche a casa de Severo a copiar con su maquina las divagaciones que éste le dictaba, por lo que estaba al corriente de sus descubrimientos sobre los efectos de la luna en el cultivo de las patatas y del extraño mejunje de hojas de nuez que devolvía la felicidad. Las acacias estaban secas, los pájaros se acurrucaban revoloteando en sus ramas, el sol brillaba dejando destellos trasparentes en la nieve, todo en el campo dormía aletargado en aquel interminable invierno. El pueblo olía a cebolla cocida y matanza, las mujeres arremangadas lavaban las tripas en El Cas, el erotismo brotaba humeante de sus pechos mojados, el corazón bajo cero, al amanecer de una mañana de invierno entre la nieve y la escarcha. El cabo de la guardia civil era un militar a la antigua usanza, sólo se permitia un exceso estético, una bufanda, que con el traje de faena le daba un aire como de pintor bohemio. Era defensor de la legalidad, por encima de otras consideraciones de tipo político, como solía matizar con un gracioso gracejo andaluz. Algo que era de agradecer en los tiempos que se avecinaban tan proclives a la anarquía espiritual. Algo que venía repitiendo con insistencia el cura Peris en las proclamas evangélicas de la misa de los domingos, siempre echaba la bronca a los pocos fieles que acudían. La luz vieja tenía los días contados, se rumoreaba que pronto lIegaria la nueva, su destino estaba unido al viejo cuartel donde Fernando Severo experimentaba con el aceite de las cáscaras verdes de la nuez. Era un servidor de la patria - Como buen castrense - decía - siempre de uniforme -. En los años que llevaba de servicio en el pueblo siempre llevó su traje verde, nadie en el pueblo le habia visto vestido de paisano. Cuando llegó estaba soltero, era un mozo ambicioso, pensaba que su uniforme, su pistola, la autoridad moral de su rango, serian un impedimento para la buena relación con las gentes nobles del lugar. Después de una década estaba casado con Hortensia, tenía dos hijos y el cariño de la mayoría de los vecinos del valle, que se encariñaban con todo el que llegaba de fuera, menos afecto le demostraban a veces al vecino de toda la vída, aunque cuando había que echar una mano la nobleza serrana siempre estaba ahí. Conocido como Severino el herbolario, hijo de un jornalero del campo y amante de las letras. A los diez años emigró por primera vez al sur de Francia a la vendimia junto a su familia para poder subsistir durante los largos inviernos en los que el trabajo en la comarca escasea. Cuando era todavía un crío cogía truchas con las manos para su madre a la que el médico había recomendado comer pescado, allí lo único que había eran las truchas del rio. Hacía mucho tiempo que nada se sabía del tío del pescado, no venía ya el del "chamby" y la tía Esternina, que vendia mixtos de trueno, comentaba sobre la situacion economica, "no se gana pero se trapichea". Cuando ya cumplidos los veinte, Severo le comenta a su padre que quiere ser antropólogo, éste indignado a punto estuvo de echarlo de casa. Cuando más tarde descubrió la rara afición del muchacho avergonzado por su ignorancia estuvo varios días llorando. En el pueblo tenia la oportunidad de dar rienda suelta a su afición, en sus ratos libres se dedicaba a buscar setas y estudiar los comportamientos y costumbres de sus vecinos. Le interesaba la forma de vida de las gentes del lugar a las que observaba con cierta expectación, su trabajo en el cuartel le ayudó bastante. Compró libros de sicología que leia a su mujer, Hortensia era morena, robusta, entrada en carnes, nunca salió del pueblo, admiraba la paciencia con la que su marido pasaba horas y horas ojeando libros que explicaban los hábitos de la gente, algo que ella nunca llego a entender. Le gustaba escucharlo en las largas y frías noches de invierno cuando los niños dormían, al calor del fuego le contaba con ilusión, en voz alta, historias y teorías sobre la vida y los extraños entresijos del alma, mientras las otras mujeres de la casa cuartel hacían adornos de ganchillo para tapar los botijos. Fue él quien desactivó la famosa bomba del depósito del agua sin necesidad de que llegasen refuerzos de la capital, fue quien descubrió al fantasma que envuelto en una sabana robaba la ropa interior de los patios y tenía atemorizadas a las mujeres del pueblo. Durante el periodo de la instrucción Severo se encontraba en la escuela de boínas azules, cerca de donde después lo destinarian de por vida, no pasó por el norte como temían en su família. Su padre murió orgulloso de su hijo al que no pudo dar carrera pero si verlo desfilando con galones de cabo de la benemérita durante la procesión de semana santa marcando el paso tras las pesadas imágenes de los santos, al menos no tendria que emigrar como él, toda la vida de jornalero a vendimias y aceitunas. A los pocos meses de estar destinado en el pueblo ya se comentaban los buenos modales del nuevo "lagarto", nombre con el que llamaban irónicamente los vecinos a la guardia civil, por el color del uniforme verde lagarto y por que los podías encontrar de improvisto tras cualquier loma, como los lagartos en las tardes de verano. El veterinario Ángel Cerdán come lagartos, los prepara a la parrilla, hace gala de su hospitalidad culinaria agasajando a sus amigos de vez en cuando con una parrillada de lagarto, era la única carne que se permitia este curioso vegetariano. Tiene tres vicios conocidos, el café tocado de aguardiente, el mencionado reptil a la brasa y unas matas de tabaco verde que siembra en su huerto. Las atenciones del cabo era algo a lo que no estaban acostumbrados en el pueblo, les parecían excesivas. Las jóvenes en edad casadera decían que el tricornio le daba un aire entre actor de cine y torero. A su llegada se rumorea durante un tiempo un romance con Lina hija de un brigada de la legión. El día que Severo ayudo al viejo párroco Francisco Peris a arreglar la campana de la iglesia éste le aconsejó que no hablara con Lina pues los comentarios en el pueblo eran difíciles de digerir. Unos dias después Lina se marchó apresuradamente a Mallorca con Modesto Martínez y Grande Ruiz que cruzaron el charco en busca de fortuna. La tertulia del Café Rueda era conocida como La oficina, la componían; El señor Miguel Ángel Fraile delegado provincial del movimiento, Javier Canut el peluquero con mano de santo para las permanentes, Olivares el que sube y baja la luz, Cerdán el veterinario vegetariano y Vicente Baranda el médico teniente. Cuando se incorporó Severo dotó a la charla de sus conocimientos sobre la luna y sabía de memoria el número de habitantes de todas las capitales de provincia de España. El delegado no ocupaba ningún cargo en el pueblo pero era el que dictaba en la sombra las medidas que se debían adoptar en las situaciones embarazosas, cuando los objetivos temblaban. - El cabo - decía el delegado para mantener las distancias - carece de liderazgo, mira a la gente con una curiosidad melancólica y pasa horas escuchando las historias que le cuentan los mayores, cuando patrulla por las aldeas puede quedarse horas ensimismado escuchando letanías-. A su subordinado, el numero impar JoseTamarit, natural de Mislata, joven corpulento, colorado y catador de vinos, sólo se le conocía una copla que utilizaba como refranero; -A mí me gustan las mozas que tengan buenos colores y que lleven la merienda al revés de los pastores-. Lo decía con una sonrisa pícara que delataba su lígera embriaguez. Disfrutaba cada vez que salía de patrulla con el cabo, él aficionado a las mujeres, el cabo a los refranes. Su superior tenía muchos pájaros en la cabeza, a veces le decía Hay que escuchar a la gente, todo el mundo tiene algo que contar, toda vida es interesante si se sabe escuchar, ¿tú no me escuchas verdad? Tamarit afirmaba meneando pensativo la cabeza - Usted mi Cabo sabe mucho, tenía que haber sido abogado- En las madrugadas de peluda invernal, envueltos en sus capas bajo el tricornio, aparecían por los caminos como dos figuras fantasmales entre la niebla, primero sobre los caballos hasta que todos murieron, después les trajeron unas motos de segunda mano que el ministerio de defensa compró a los americanos, duraron poco, ahora patrullan en dos mulas, pasan los días de un sitio para otro recorriendo la sierra. Los vecinos son hospitalarios, el cabo y su ayudante paran en los cortijos donde toman almuerzo y una copa para calentar el cuerpo. Es a la vuelta de la patrulla en los atardeceres ínvermales, cuando el crepúsculo acecha en el horizonte, cuando Severo emprendía sus discursos filosóficos: - Anoche soñé que era una maríposa, pero quien me dice a mí, que no soy una mariposa que está soñando con ser hombre- Tamarit miraba a su superior desconcertado asintiendo pausadamente con la cabeza. Con la llegada de la nieve se acentuaba su melancolía y recordaba cuando era niño y ponía cepos en la nieve para cazar gorriones, miraba por la ventana el revolotear de los pájaros mienúas su madre le daba a probar los torrados de las migas. Imaginaba esos lugares de los que hablaba su superior con gran entusiasmo, aquellas mujeres inesistibles que salían de su boca. Le abrumaban los atardeceres ocres perfumados de nostalgia, le producían un misterioso sudor frío. Una tarde que pararon bajo un nogal a la orilla del río para liar un cigarro, sentados a la orilla del camino, Tamarit preguntó: - ¿Perdone la insolencia, mi cabo, pero no podían asignar al puesto un "cuatroele"? -. - Mira Tamarindo - Cuando le sacaba de sus casillas le llamaba así - aquí entre tú y yo, tenemos controlado el término municipal, no necesitamos vehículo, así que levanta y anda que nos vamos, además con el ruido del motor no escucharias mis divagaciones y podria pasarte como al medico Vicente Baranda que se quedó sordo de abusar de las comodidades del motor-. El matasanos, asiduo a La Oficina, solía hacerse el sordo, eso decían los que le conocían, cuando no le interesaba la conversación se hacía descaradamente el sordo y lo achacaba al accidente. Tenía un buche considerable, gesticulaba al hablar y usaba gafas empañadas que le dificultaban la visión. Dicen que quedó casi sordo en un accidente con el coche, algo extraño para los vecinos, ya que según argumentaban, tenia el carnet de primera. La noche que se fue la luz vieja para siempre jugaban al dominó en el Café Rueda abrigados para la ocasión; Fraile el delegado con su impecable traje oscuro, el medico Baranda con su clara gabardina de inspector, Cerdán el veterinario vegetariano con la pelliza que heredó de su padre y Canut el peluquero de señoras, que tenía mano de santo para las permanentes, con una elegante chaqueta de ante. En la casa cuartel de la benemérita, grandiosa en otros tiempos, las ruinas delataban que el edificio no duraría mucho. Compartían patio con Severo, su ayudante el numero impar Tamarit, Cristobal Ibarlosa un navarro popular en el pueblo por correr de forma arriesgada los encierros y Joaquín Calderón, conocido como "el ultimo mohicano", al que llamaban cariñosamente Ximo. Los cables de la luz vieja se desparramaban por las paredes desconchadas del viejo edificio que había unido su destino a las últimas pesquisas sobre aquella vieja iluminada a la que unos poetas defendían en sus odas subversivas. Llegaron al molino de la luz vieja una noche de invierno cubiertos en sus capas, la nieve lo cubría todo, sólo el rio seguia su curso ajeno a la ventisca, las ramas de los grandes olmos que rodeaban el molino estaban dobladas por el peso de la nieve. Bajaron por el callejón del río, pasaron bajo el puente donde observaron una luz difuminada que salía de una de las ventanas del molino. Aquella noche no estaba el horno para divagaciones filosóficas. Recordaba a veces en los momentos de tensión sus recuerdos de juventud, en su pueblo siempre fue Severino el Herbolario, los envidiosos le habían sacado unos versos relacionados con su fama de ahorrador: Siempre paga con talonario / Severo el herbolario... Le retumbaban en la cabeza, como un eco permanente, las últimas palabras del delegado provicial, Fraile , le había dicho; - Hay que cumplir el objetivo, encuentra el folletín. La noche que la pareja de la guardia civil entro en el molino para proceder al registro fue la última vez que Severo vistió su uniforme. Desapareció para siempre esa luciernaga gualda parpadeante que adornaba las calles durante las nevadas noches del invierno. Se fueron los destellos de un paraiso amarillo que cubrió bajo su resplandor los gelidos sueños del siglo veinte. Subieron lentamente a la habitación, abrieron el cofre, Severo suspiró de emoción, dentro estaba el folletín. 
 Pedro Serrano Gómez (2003)